miércoles, 5 de octubre de 2016

Soledad en México






Publicado en la revista Cosas Insignificantes.


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Vale, si, cierto, tuve pánico, lo reconozco, estaba sólo, el miedo a lo desconocido, la noche, lo jure, que iba a México, a buscarla, cierto, ¿qué quieren?, ¿nunca se han sentido así?, me duro un día, es verdad, pero ya no, ya todo va bien, créanme, o no, quizás el santo no se enteró, tantos jurarán cada noche, prometo que esto, prometo que lo otro, los santos no pueden estar a tantas promesas, la mía la hice de corazón, es así, pero ahora no me veo con fuerzas para no, además cuando la encuentre, si la encuentro, no creo que Ella me permita volver, Ella es mucho Ella, la carne es débil y no necesito insistir en que los milagros no se pueden desperdiciar, que no es bueno que el hombre esté solo, etcétera, quizás sí, quizás deba convencer a usted y al santo que hay trenes que pasan sólo una vez y si uno está en la estación equivocada no llegara a ningún sitio, al menos a ningún sitio interesante, ese concepto es como mínimo discutible pero, ya ven, no quiero discutir, tuve pánico, jure, hubiera dado mi vida por liberarme de ese agobio en el pecho, aquello que me ahogaba, que no podía más, que si tal, que si cual, pero Ella, al final esa Ella desnuda, a mi lado, sobré, bajo, contra, con, en la cama, en el delicioso pecado mortal que me llevara al infierno.

Juré que si me dejaba me iba a México, a buscarla.
Me dejó.
Allí les espero.

Tampoco voy a contar el viaje. O sí. Ustedes saben lo que es eso. Madrugar. Traslado al aeropuerto. Tengo una prótesis en la rodilla y al pasar el control todas las alarmas se disparan, entonces los guardias me cachean, me miran raro. Vuelo de 2 horas a Frankfurt. Espera de 4 horas en un aeropuerto gigante. Aquí también suenan las alarmas del control y me desnudan, me descalzan, me revisan la mochila. Plácido vuelo de 12 horas en un avión muy grande. Llegada a la Ciudad de México en un anochecer de tonos naranjas que me reconcilia un poco con el mundo hasta que una tormenta furiosa me vuelve a enemistar. Paso por alto el proceso de los trámites de inmigración, es peor en NY. Omito el sentimiento de frustración al saber que en otra ventanilla era más beneficioso el cambio de euros por pesos. No voy a contar lo del taxi, había tanto personal en la cola de espera oficial que salí a una calle oscura, el tráfico era de no poder describirlo, aunque es peor en NY. Después de luchar con otros pasajeros que esperaban sin orden ni concierto tomé un taxi.

—Tenga cuidado con los taxistas —me dijeron algunos bienintencionados.

El coche sorteaba el descomunal tráfico por su carril, luego por otros, hasta que da un giro y se mete por calles de un barrio en el cual no caminaría de día ni con una patrulla de agentes especiales a mi lado. Pensé, «ya, aquí me raptan», pero no, muy amable, me dejó en la misma puerta de la comunidad que me había acogido y me cobró unos 6 euros, al cambio. Para estar/vivir/dormir me asignan una habitación minúscula, un palomar pequeño, pequeño, con un colchón en el suelo, una cortina defiende un diminuto retrete sin lavabo; en la pared está pintado Carlos Gardel. No hay sillas pero sí mosquitos, el techo es de pizarra con lo que por el día el calor será de no poder contarlo. Me junto con los de la comunidad, gente del cine, fotógrafos, artistas entre los 30 y los 40 años, catalanes, colombianas, un peruano, un chileno, indefinidos, dos chicas mexicanas, todos son simpáticos, sonríen, me miran, creo, con una mezcla de curiosidad, compasión por mi edad, me invitan a beber cerveza y mezcal; uno prepara fajitas a su estilo, deliciosas. La música suena con un rock que no conozco pero que me gusta, Burocracia Cósmica. La conversación es amable, todos son amables, me invitan a salir a una cantina cercana pero 24 horas sin dormir son demasiadas y me despido, subo al palomar, no me puedo creer que este aquí, apenas puedo abrir la maleta y me duermo, agotado, desnudo. No puedo dormir demasiado tiempo, el jet lag, me despierto, todo en silencio, ¿dónde estoy? En plena noche canta un gallo ronco al que retorcería el pescuezo, suenan cohetes que parecen tiros, cerca, muchas veces, seis, siete. Ahora son las 4 de la madrugada y escribo esto para no olvidarlo. No creo que me duerma otra vez. Mañana será otro día, quizás busque un hotel, quizás siga aprendiendo que vivir es diverso, seguro que esta será una experiencia que me enriquecerá, seguro que la encontraré, a Ella. Sólo tengo un número de teléfono.

Esta ha sido mi primera noche en México.
Empiezan a cantar los pájaros.

Es mejor ir por partes, desgranar las secuencias, no adelantarse, no empezar ya a decir que si la Ciudad de México esto o lo otro, qué sé yo, llevo aquí dos días, apenas he visto cuatro calles y unos cinco millones de personas, a Ella no, debo esperar. Ayer, mientras tomaba una cerveza en una terraza, los Concheros bailaban sin descanso, girando y girando mientras los tambores no dejaban de sonar y a pocas calles, en una pantalla gigante frente a Bellas Artes, Poveda y Serrat cantaban sus "pequeñas cosas" y luego Poveda se arrancó con "mi novia se llama Estrella y tengo un firmamento sólito para ella" y las parejas se besaban sin disimulo en los parques, en los portales, en mitad de la calle y que le voy a hacer si estoy perdido entre tanta, tanta gente.

Lo bueno es que les entiendo.
Lo mejor es que poco a poco me voy entendiendo.
¿Qué hago aquí?, ¿a qué he venido?, ¿dónde estará Ella?

Me siento muy solo, en esto de vivir digo, muchos días pero apenas me he visto los bordes, para cuando entre a lo de dentro, al meollo, quizás me haya aburrido y me vuelva a lo mío que es justamente lo que no sé lo que es, qué sé yo, debo esperar. Llamo una y otra vez al número de teléfono, la única pista que me puede conducir a Ella, nada. Camino por las calles. Dos ciegos cantan.

Como en una novela de Rafael Bernal en la calle de Dolores una mujer de rasgos orientales me para en una esquina oscura, me mira a los ojos y susurra:

—Oaxaca.
—Eh, espera, ¿quién eres? ¿Ella está allí?
(Silencio).

Tomar un camión nocturno y llegar a Oaxaca, sus pirámides, sus ruinas de Monte Albán. Hierve el agua, el árbol más grueso del mundo, las fábricas de mezcal, las cooperativas de artesanos. Tuve que correr en una manifestación de normalistas, disfrute de su comida y de la alegría de sus gentes. Solo. Es extraño y duro estar solo entre tanta gente, preguntar por Ella y recibir una mirada compasiva.

Ni siquiera sé su nombre.

Frente a la Catedral de Nuestra Señora de la Asunción un cómico realiza su función en plena calle. Todos se ríen. Es agudo y tiene una broma para cada paseante, algunas de dudoso gusto.

Me mira entre las cabezas de los espectadores, se acerca, me señala con un dedo y muy serio dice “ella está en Chiapas, ve”. ¿Cómo supo?

Uno escucha Chiapas, que le digo, y se le viene a la cabeza, no sé, una vaga mezcla de lejanía y peligro, algo irreal, un lugar lejano al que no iría ni atado, vamos, que absurdo, Chiapas, ni en sueños, que miedo, con las cosas que se oyen y leen de ahí, hay muertos, es un lugar pobre, ¿qué no? Ella no puede estar allí.

En el hotel pienso “estás loco, México es muy peligroso, dónde vas tu solo, te puede pasar cualquier cosa”.

Claro, me tenía que pasar una cosa, tenía que buscarla, a ella, en Chiapas.

Es muy sencillo, usted se sube a un camión de línea, se hace 700 kilómetros de noche y llega, supongamos, a San Cristóbal de las Casas. Usted se baja del autobús y sabe que está en otra dimensión de su vida, que lo que conocía ya no le vale, que ha pasado una puerta. Usted es un hombre de mundo que ha viajado ya acá y allá pero nunca había estado aquí y sabe que debe aprender a caminar, a ver, a escuchar, a sentir, a renunciar a entender y a dejarse llevar por lo que traiga cada instante.

No exagero.

Chiapas es muy grande, tiene tanto por ver, Palenque, selvas, San Juan de Chamula, montañas gigantes, Aguas Azules, las cascadas, sus gentes tan acogedoras, me dejó mucho, es una tierra de tantos contrastes, tan mágica que no sé describirla, estoy dentro del embrujo, anonadado, inmerso en su fuerza.
Paseo por el mercado de Artesanías, quiero comprar un recuerdo, la señora del puesto me toma las manos y dice “ella está en Boca del Cielo”.

No entiendo nada, sólo que Ella no está, que me siento solo entre tanta gente, que nadie me habla y que cuando alguien me habla es para decirme dónde tengo que ir.

Me dio una mezcla de pereza y miedo. Casi cinco horas para llegar a Tonalá, tomar un taxi comunal, llegar al pasaje, contratar un barquero, buscar la palapa de Blas, solo esa.

Una premonición, un sueño, que quieren, la vida del hombre la mecen los sueños. Y lo hice, me vine, cumplí los trámites, seguro que Ella está aquí.

Boca del Cielo es una isla. En la proa de la barcaza, sujetando bien mi mochila, apenas podía creer que había llegado a un lugar tan bello, tan lejos de mi casa.

Resulta que Blas era/es una especie de gurú de la zona, un luchador por los derechos de los desprotegidos, un líder contra los abusos de las empresas eléctricas, también un jubilado de los menesteres de las cabañas. Ahora lo atiende un larguirucho de larga melena en coleta, Tico, de voz suave, italiano, viste, no mexicano. Le ayuda un tal Michael, siniestro, francés, como un secundario de una película de bribones. Me alquiló una cabaña en la playa a escasos cincuenta metros de la rompiente atronadora del Pacífico.

—Tenga cuidado si se baña, ayer se ahogó uno, no pase de la barra.

Me enseñan la cabaña y es mínima, una cama con mosquitero, una mesa y una silla. Pregunto por las duchas. Cubos. Se ríen. Los servicios. Ahí, cubos. Se ríen. Pero resulta que en el entramado de cabañas hay una biblioteca bien surtida, música, una nevera con chelas y refrescos bien fríos y, nada más, no hay ni un lujo, sólo lo indispensable pero ay, está la naturaleza, el paraíso dije antes, no, otra cosa, lo anterior, un mar tan bravo que parece que va a romper la playa, esa playa de kilómetros y kilómetros, pájaros de todo tipo, palmeras, perros vagabundos rondando, cangrejos que corren veloces, una brisa dulce, nadie a la vista, soledad, ese mundo idílico aunque Ella no esté.

Entonces se puso el sol y entendí que la vida, mi vida, estaba cambiando, que no poder compartir tanta, tanta belleza es una tragedia.

Estar solo.

La primera noche apenas pegue ojo, el fragor del mar que parece estar en la almohada, ruidos de todo tipo, el calor sofocante, luces furtivas entre las tablas de la cabaña, insectos llamándose, ¿qué demonios hago aquí? Me desperté varias veces.

Amaneció y seguí entendiendo.

En una nota leí que Tico y Michael se iban a comprar provisiones, que volverían por la tarde.

Sólo, estaría sólo todo el día.

Sol, el mar, la playa, una cama en la cabaña, comida, el lujo de una chela bien fría, libros, tiempo, salud, baños en la parte suave.

Anochecer.
Amanecer.
Anochecer.
Amanecer.

Escribo todo esto a la sombra, frente al mar, me acaricia la brisa, Fernando del Paso a mi lado, Noticias del Imperio, canta un pájaro raro, de vez en cuando pasa una barca a lo lejos, un perro viejo tumbado, dormido, bosteza o sueña, hay unas olas gigantes, ocho o nueve aves marinas, grandes, las sortean en formación, buscando peces.

Ella tampoco está aquí.
Quizás no existió jamás y me la inventé.
Necesitaba tanto una Ella.

Volví a D.F.

Aunque me ocurrieron algunos percances no merece la pena contar mi viaje de regreso, otra vez será.

Merece la pena contar que, imagínenme en el centro de la plaza del Zócalo, sí, bajo la bandera gigante. ¡Viva México!, solo, sin haberla encontrado, a Ella.

Es mediodía, todo está desierto bajo el calor. Llega una persona, se sienta cerca, no me habla, me siente extranjero, luego otra persona, otra, otra, cientos, miles, familias enteras que pasean, muchos ríen, nadie se dirige a mí, ¿qué hago aquí? He viajado por tantos lugares extraordinarios para encontrar a una mujer y he encontrado la soledad en los otros.

Como en Google Earth mi vista sube y sube, desde arriba voy viendo cada vez más pequeña una nación de 127 millones habitantes. Ahí, en el centro, estoy, solo.

Es hora de volver a casa.

Esta es una promesa cumplida.

Los santos estarán satisfechos.

Vuelvo lleno de paisajes, incluido el mío interior, vuelvo mucho más rico.

Sin Ella.

Conmigo.

Sé quién soy, un hombre en soledad, un hombre en paz.

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